Antes de entrar en materia, considero oportuno recordar al lector la trascendencia del compromiso formal, adoptado hace pocos meses en bloque por todos los partidos con presencia en el Congreso (excepto UPyD), de derogar la LOMCE -que aún no ha sido promulgada- en el primer período de sesiones de la próxima legislatura… en caso de que el partido en el Gobierno pierda la mayoría absoluta.  Bien mirado, se trata de una decisión  de suma gravedad que, mucho más allá del ejercicio legítimo de la discrepancia, pretende perpetuar la maldad de una política educativa asentada en el ‘colegueo’ (el profesorado, en palabras de González-Cotta, “descendió de la tarima al coso”), la laxitud disciplinaria, con situaciones vergonzosas de niñatos (y niñatas) o de sus progenitores, insultando y agrediendo impunemente a los profesores, la devaluación del esfuerzo y el menosprecio del talento. Esta política, diseñada por y para mediocres, ha sido perpetrada, especialmente en Andalucía, durante los últimos decenios, por el mismo partido, aquel que nos mantiene, firme el ademán, en el furgón de cola europeo (1), con  vilezas tales como desautorizar a los profesores -envueltos en la perversa maraña burocrática juntera de lenguaje ortopédico -, imponiéndoles  aprobar a alumnos suspendidos en varias materias, cual es el caso, entre otros  muchos, de una resolución inaudita en la cual, atendiendo con ejemplaridad digna de mejor causa a la reclamación del alumno vago e incompetente, la Delegación considera que “las tres materias (Biología y Geología, Ciencias Sociales y Física y Química) que no se le aprobaron en cursos anteriores, no impiden la titulación ni menoscaban la formación académica y las competencias necesarias que permitirán al alumno afrontar una brillante carrera en cualquiera de los objetivos académicos o laborales que se proponga”. Semejante argumento, aplicado con pérfida contumacia, desmotiva a los docentes en la misma medida que envalentona a quienes, sabedores de su inmunidad, practican el boicot sistemático de todo cuanto pueda significar estudio, esfuerzo y disciplina, conceptos anticuados, propios de las élites ¡hasta ahí podríamos llegar!, que entran en colisión con este igualitarismo guay en el que estamos instalados.

Miguel Fernández de los Ronderos
Miguel Fernández de los Ronderos

Me he permitido esta introducción porque el tema de la concesión de becas corre paralelo a esta desastrosa política educativa que  adjudica idénticos méritos al perseverante y trabajador como al perezoso e irresponsable. Ello explica, por ejemplo, que a un estudiante universitario le baste, para mantener su beca, con demostrar que se ha presentado al examen aunque haya dejado el ejercicio en blanco, algo absolutamente reprobable e inmoral. Desde mis primeros pasos en la enseñanza, tanto pública como privada, la condición de becario era (y debería seguir siendo) motivo de legítimo orgullo; no bastaba con obtener un “cinco raspado” (como se enorgullecía aquel diputado de marras), se exigía nota y se entraba en competencia con estudiantes tan ávidos de saber como escasos de recursos económicos. Ni que decir tiene que un suspenso conllevaba la pérdida de la beca, una razón poderosa para hincar los codos, pues existía una conciencia social en la que el deber se anteponía al derecho. Recuerdo a muchos alumnos becarios cuya humilde extracción social no les impidió acceder a puestos de relevancia social. Plantear las becas, pues, como un derecho exigible  por las bravas, sea cual fuere el expediente académico del solicitante es una flagrante injusticia , un ardid demagógico para perpetuarse en el poder, aunque para ello haya que faltar a la verdad, machacando a los ciudadanos con el mantra populista de que con la reforma que se pretende instaurar sólo podrán estudiar los hijos de los ricos…

(1) Según el último informe mensual “PISA in Focus”, España ocupa el puesto 30 entre los 34 países de la OCDE, es decir, sólo un 1,3 por ciento de los estudiantes españoles son solventes en Lectura (un 3 por ciento, frente a un 8 por ciento de media), Matemáticas y Ciencias.   

Miguel Fernández de los Ronderos

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