Alguien dijo una vez que viajar enseña mucho, quizás por ello no he dejado nunca de hacerlo, en los últimos 48 años. Mi trabajo me ha permitido conocer muchos mundos, unos cercanos y otros ausentes, y confieso que siempre he regresado mejor y con más preguntas que cuando emprendí cualquiera de ellos, sin contar, claro está, la mayor satisfacción que no es otra que la interrelación humana, posiblemente lo único que justifica pagar peaje por esos mundos.

Hace pocas horas que he aterrizado desde Francia, esta vez se trataba de disfrutar el placer de pisar tierra vecina y para ilustrar cuerpo y alma, porque al margen de ciertas “complejidades” atribuibles normalmente a algunos -no todos- ciudadanos de París, este país lo tiene todo en su “sitio” y dispuesto para que otros observen y aprendan.

Siempre admiré profesionalmente de los franceses, esta capacidad innata que tienen para sacar lo mejor de todo y venderlo a los demás, por algo tienen en España la mayor cuota en el mercado de la distribución. Yo creo que más allá de la persuasión personal que siempre es subjetiva, diría que “venden bien” porque lo “exponen bien”, empezando por lo suyo.
Sólo hay que cruzar la frontera para darse cuenta que estás en otro país, sin mirar los carteles. Normalmente el orden y la racionalidad cartesiana, se rinden ante la belleza natural, los campos son estéticos, como los pueblos, las casas armonizan con las plantas, incluso las plantaciones siguen una simetría envidiable, que convierte el horizonte en un cuadro de luz y color y este “buen gusto” se adivina en los escaparates de tiendas humildes destacando aquello que saben hacer mejor.

Me consta que las comparaciones son odiosas, pero recuerdo los años en que rendí tributo al marketing y los principios de esta ciencia, la buena presentación del producto en el lugar adecuado contribuía a su promoción y el precio “sólo” es consecuencia de los valores diferenciales que puede persuadir al comprador. Recuerdo una confitería en Nantes, que fabricaba o distribuía ciertos caramelos llamados “rigollettos” que ofrecía el dueño a cada visitante para degustar, naturalmente se exponían en diversos formatos y bolsas, a cual más vistosa, el precio no tenía nada de atractivo, lo demás sí, y la actitud del patrón aún más.

De todo eso habría que aprender, porque eso no lo explicamos en las escuelas de management, eso se aprende haciéndolo y los que más saben son las pymes, los pequeños empresarios que dan color y riqueza a un país. La verdad es que me propuse hablar de esto, lo antes posible, y lo estoy haciendo, convencido de que saldremos adelante con actitudes semejantes por parte de todos y especialmente de estos empresarios enamorados de lo que hacen. El mismo día cenamos con mi mujer en un restaurante bretón callejero, el dueño nos persuadió para sentarnos aunque nos sirvió una camarera contagiada por el entusiasmo del jefe, resultó que era gallega y nos confío que trabajaba allí porque se ganaba “bien” y tenía dos días de fiesta, aunque iban a tope.

Otra lección más que añadir al gusto por hacer bien las cosas, el compromiso del patrón confitero o restaurador. Hay que rodearse de gente con ganas de trabajar, que no le importe “ir” donde está el trabajo, en vez de esperar que te lo lleven a casa, porqué eso no va a suceder.

Pues, ¿qué bien no? Para que luego digan que no se aprende viajando, aunque no basta con mirar el paisaje, también hay que estar atento a lo que hacen los demás.