En la época de crisis, la cultura y, sobre todo, la música, es necesaria (Jordi Savall)

Anda convulsionado, no sin motivo, el mundo de la música en Sevilla, pues a los tijeretazos presupuestarios infligidos al Maestranza, a la ROSS, a la Orquesta Barroca de Andalucía y al ciclo de cámara Cajasol (éste, “amputado”, directamente), se ha venido a sumar la destitución de Michael Thomas como director de la Orquesta Joven de Andalucía, una agrupación que ha venido funcionando desde hace 16 años como cantera de músicos, muchos de ellos, integrados, hoy, en excelentes orquestas. Creo obligado recoger algunas de las reacciones y comentarios que tan abrupta decisión ha suscitado, no sólo por la escasa consistencia de algunos de los argumentos esgrimidos (“no hay necesidad de un director titular; Andalucía cuenta con un mayor número de orquestas que otras regiones”, obviando el tema de la población), sino porque esta y otras medidas presupuestarias de carácter restrictivo, parecen enmascarar un problema de mayores dimensiones y difícil de ‘digerir’ en estos tiempos de zozobra, cual es el de atender a ‘otros compromisos político-artísticos’ a los que se destinan fondos que, naturalmente, hay que detraer -no hay más cera que la que arde, como se dice vulgarmente- de otras partidas afines (léase la ROSS, o la OBS, por citar sólo dos ejemplos sangrantes), aun a riesgo de poner en cuestión, nada más y nada menos, que la supervivencia de la vida musical en nuestra ciudad. A este respecto, y puesto que la desmemoria puede convertirse en uno de nuestros peores enemigos, convendría evocar tiempos de indigencia que suponíamos felizmente superados pero que, a la vista de los acontecimientos, amenazan con devolvernos al mundo de las tinieblas, sin viaje de retorno, me temo.

Las manifestaciones publicadas en torno a este asunto en diversos medios de comunicación coinciden en valorar, en primer lugar, tanto el magisterio ejercido por Michael Thomas (“una persona que nos ha enseñado más que en ningún otro sitio”) como en censurar abiertamente la conducta de la Junta y del Gobierno de España, “que están destinando el dinero para el lado equivocado donde sólo importa la imagen y no la enseñanza”, en alusión, como el lector habrá intuido, al apoyo constante de la Junta de Andalucía a la Fundación Barenboim y su Orquesta del West-Eastern Divan.

Llegado a este punto, hay que dejar manifiestamente claro que no se trata, en modo alguno, de proyectar la más mínima sombra sobre la dimensión internacional del maestro Barenboim, un músico generoso (“no he cobrado nunca una peseta de esta fundación”), excepcional, polivalente -también por ello, envidiado por espíritus mezquinos-, con quien este modesto comentarista comparte análisis, plenos de clarividencia y lucidez, como los expresados, al hilo de esta cuestión, en una entrevista reciente: “Los gobiernos -afirma Barenboim- tienen que entender que la música es absolutamente necesaria para un porcentaje bastante pequeño de la población, y esto es debido a que no hay educación musical; si la hubiera, habría un interés numérico mucho más grande y todo sería menos caro; hay que invertir más dinero en educación; lo que yo hago es un proyecto humano para mejorar la calidad de vida y educar musicalmente a jóvenes”, para concluir: “El Divan se quedará en Pilas mientras España -un país que se eligió por razones históricas, por ser el único donde convivieron en paz las tres religiones- lo quiera”.

Hecha esta digresión, es menester recordar que fue en tiempos de bonanza económica, que se suponía eterna, cuando se impulsó la creación de la Fundación Barenboim-Said, un proyecto auspiciado, todo hay que decirlo, por la evidente sintonía política entre los diversos actores, pero que había sido previamente rechazado -y esto es algo que debe saber la opinión pública- ¡por alemanes y austríacos!, ante la imposibilidad de asumir los costes financieros, en tanto nosotros, unos auténticos pigmeos musicales comparados con berlineses o vieneses, nos convertíamos en filántropos de nuevo cuño, prestos a acoger una iniciativa que países infinitamente más cultos habían desestimado, insisto, por onerosa. Mantener, pues, contra viento y marea compromisos ‘foráneos’, en detrimento de nuestras orquestas, de nuestros músicos o de nuestros conservatorios (¡esa es otra!) constituye un lastre económico y un agravio comparativo difícil de justificar que bien merecerían una reflexión.