"Vivir, naturalmente, no es nunca fácil"(Albert Camus).

Una efeméride suele ser una justificación, plausible, si se quiere, para recordar con emoción lo que «el poder aniquilador del tiempo» (Proust), tiende a difuminar, cuando no a arrinconar, en el limbo de la solemnidad. Recuerdo con nostalgia, en mi condición de docente, aquellos tiempos en los que la enseñanza de idiomas en el Bachillerato Superior contemplaba el estudio de la literatura, de sus períodos y autores más relevantes, a través de fragmentos -cuando no de una obra determinada- traducidos y comentados con rigor léxico y gramatical, pero también con espíritu crítico y afán pedagógico que acercaban la novela, el teatro y la poesía, es decir, la vida misma, a un mundo adolescente que, en más de una ocasión, abría la puerta a futuros lectores, muchos de ellos convertidos, en virtud de la magia de la palabra escrita, en profesores, periodistas, traductores, intérpretes, incluso en escritores de mérito. Lamentablemente, la indigencia intelectual de la etapa preuniversitaria que padecemos, reflejada en el desprecio por las humanidades, hace impensable una incursión, siquiera superficial, en la literatura del país cuya lengua se pretende aprender. ¿Cabe mayor paradoja?

La feliz circunstancia de la efeméride, repito, nos lleva a rememorar la figura de Albert Camus, un personaje comprometido en la lucha social, política y existencial de una época convulsa que arranca en la infancia huérfana de su Argelia natal (Mondovi, 1913), en los diversos oficios que ha de ejercer para costearse sus estudios universitarios -que la tuberculosis le impedirá finalizar-, prosigue con su militancia en la Resistencia, la publicación de El extranjero y El mito de Sísifo, la dirección del periódico Combat y su decisión, tras La peste, de dedicarse a la literatura, con adaptaciones teatrales de Dostoievski y Faulkner, pero también de Calderón y Lope de Vega, autores por quienes sentía admiración. Sin embargo, en 1954, los graves acontecimientos que vive su país, escenario de una triple guerra, desgarran su conciencia y le obligan a regresar durante algún tiempo al periodismo para denunciar los excesos y las atrocidades de unos y otros, lo cual concita la animadversión y la hostilidad de muchos de sus contemporáneos más influyentes. Pese a las adversidades, su obra literaria, que había producido dramas como Calígula, El estado de sitio y, sobre todo, Los justos, se vio  reconocida por la concesión del Premio Nobel en 1957.

Desde el punto de vista filosófico y estético,  Camus, cuya obra aborda el ensayo, el teatro y la novela, nos revela, el absurdo -«ese sentimiento inaprensible», tan presente en El extranjero-, que representa la toma de conciencia por el hombre de la inutilidad de sus actos y, por tanto, de su existencia. Pero el proceso evolutivo no se detiene, y al «ciclo del absurdo» sucede «el ciclo moral», en el que la única probabilidad de éxito pasa por «el reconocimiento de una comunidad cuyas luchas hay que compartir», la única actitud que no encierra al individuo en un aislamiento nihilista. Es lo que Camus describe en La peste, que aísla y azota la ciudad de Orán, sin duda, simbólica, pero que recuerda otra que acaba de devastar Francia entera. El deber del hombre, insiste, es luchar contra la injusticia eterna, «crear la felicidad como protesta contra el universo de la desgracia».

A diferencia de Sartre -con quien, pese a sus circunstanciales coincidencias, mantuvo sonadas polémicas-, Camus se impone no como pensador, sino como artista, desempeñando, tal vez a pesar suyo, el papel de un director de conciencias para toda una generación, y aunque ambos pensadores se interrogan acerca del significado mismo de la existencia, aparentemente absurda, Camus circunscribe la cuestión al marco de la experiencia personal y fue -en palabras de Juan Pedro Quiñonero- «un mártir solitario de su entereza visionaria, percibido hoy como un profeta desarmado: un creyente en el diálogo, la palabra, vencida y siempre invicta».

El hombre que, tras conocer el fallecimiento del campeón ciclista Fausto Coppi, comentara: «No conozco nada más idiota que morir en accidente de auto», habría de encontrar la muerte, hace ahora cincuenta años, en un accidente de automóvil, cuando acompañaba a un sobrino del famoso editor Gallimard, un episodio trágico que nos recuerda que, no solamente el suicidio comporta un problema filosófico auténticamente serio: también la muerte absurda.