"No hay que olvidar que Bélgica nació como un accidente de la historia" (Pascal Delwit).

Las tremendas sacudidas socioeconómicas  que nos afligen últimamente han dejado en un segundo plano informativo las crecientes y multitudinarias manifestaciones de quienes reivindican una posición dominante con respecto a otras comunidades o regiones de las que – muy a su pesar, alegan – forman parte.  Tal es el caso de  Bélgica, un país con cerca de 11 millones de habitantes, dividido por la lengua, la religión y la economía, y enfrentado a un dilema que se enquista con el paso del tiempo: reconocer la independencia de Flandes (57 % de la población) con respecto al resto del territorio nacional, constituido por Valonia (32 %), Bruselas (9%), así como una región germanófona (1%), o bien, aplicando la frase atribuida a Ortega – "los grandes problemas no se solucionan, se aplazan" -, posponer la decisión sine die, lo cual, debido a la intemperancia de quienes se consideran agraviados, comportaría un riesgo cierto de escisión.

Curiosamente, estudios de opinión más que fiables revelan que sólo el 9% de los flamencos desea la división del país; el 50% prefiere una Bélgica unida, aunque más descentralizada, y apenas un 4% de valones estaría a favor de la independencia. No faltan, por supuesto, análisis objetivos que nos ilustran acerca de  las vicisitudes históricas de un país nacido en 1830, "un modesto estado tampón concebido por la astucia de Londres para poner tierra de por medio con Francia, por lo que el Congreso de Viena sancionó la entrega del escueto territorio belga, poblado por católicos, a la protestante Holanda tras la derrota napoleónica de Waterloo en 1815". (1)  Y ello ocurría tras haber estado tutelado, a partir del siglo XVI, sucesivamente por España, Austria, Francia y, finalmente, Holanda, hasta que, como consecuencia de graves enfrentamientos entre neerlandeses y valones (y bruselenses), en 1831 se convoca un Congreso Nacional que, por mayoría absoluta, se decide por una monarquía constitucional que reconoce la libertad en el uso del holandés – reducido en la práctica al habla popular -, convirtiéndose el francés, hablado por una minoría socialmente dominante, en la lengua nacional oficial.

Han transcurrido cerca de dos siglos pero, como afirma el dicho popular, "estos polvos proceden de aquellos lodos", de tal forma que la lucha de la mayoría flamenca – que también lo es en el aspecto tecnológico y económico – por la hegemonía política y lingüística no cesa. Valones (francófonos) y flamencos (neerlandeses) adoptan el modelo monolingüe en la administración – el bililingüismo se circunscribe a Bruselas, situada en territorio flamenco -, pero parecen vivir en mundos aparte, totalmente impermeables a cualquier flujo de comunicación, lo que no deja de ser un síntoma de hostilidad latente que no dista demasiado de lo que podría entenderse por separatismo. Son numerosas – y convergentes – las manifestaciones de destacados personajes de la vida política belga que denotan un estado de opinión cada vez más extendido. Me permito reproducir algunas de entre las más significativas: "Aquí la gente lleva siglos viviendo sin ser belga"; "Cada fase de la reforma del Estado está preñada de la reforma siguiente, presente en ella de forma embrionaria"; "No hay apoyo popular a ningún tipo de división del país"; "Nunca se encontrará una solución definitiva"; incluso el rey Alberto II reconoce que "debemos inventar una nueva forma de vivir juntos".

En contraste con este panorama un tanto convulso, no me parece irrelevante traer a nuestra memoria la espléndida contribución de Bélgica en el campo de la creación artística y literaria, por no mencionar el prestigio de sus instituciones universitarias: Lovaina, Malinas, Gante… Un repaso fugaz nos trae los nombres de autores como Maeterlinck, Verhaeren, Michaux, Simenon, Brel, Hergé; pintores como René Magritte; músicos como Ysaye o César Franck, clasificados todos ellos en la infrecuente categoría de imprescindibles en el panorama cultural europeo de los últimos cien años. ¿Es esto compatible – nos preguntamos – con la creencia popular de que "lo único que tienen en común los belgas son el rey, la selección de fútbol y la cerveza"?.

(1) "La enfermedad belga" (Ricardo Martínez de Rituerto; El País, 03-08-2008).