Nos han vendido humo. Hemos comprado humo. Y lo hemos celebrado comiendo humo. Pero se acabó lo que se daba.

Han sido años de creernos todos millonarios. Según las inmobiliarias nuestras viviendas o los locales de nuestros negocios habían multiplicado su valor por cuatro o cinco. Lo que con tantos esfuerzos habíamos pagado a diez, ahora vale 50 ó 60. Qué alegría. Nuestra vejez resuelta. Y comenzamos a vivir por encima de nuestras posibilidades, como millonarios (falsos millonarios) sin pararnos a pensar que, vale, que nuestra casa vale un fortunón, pero si la vendemos, ¿dónde nos iremos a vivir?

¿La vendimia? Que la hagan los emigrantes. ¿Camarero mi hijo? De eso nada, que trabajen los fines de semana los peruanos. Nosotros somos gente pudiente y con las espaldas cubiertas.

El humo de la codicia cegó nuestros ojos. Compramos otra casa para las vacaciones. O dos. Porque con el beneficio de revender una a los dos años, pagábamos la mitad de lo que valía la otra. Nos creímos unos brokers de tomo y lomo.

Cambiamos nuestro utilitario mediano de toda la vida por un "todoterreno". Grande, que se nos vea venir. Con un piso de medio millón de euros no se puede tener un coche cualquiera.

El humo de zanahorias y el de las apariencias invadió nuestros manteles. Lo importante no era comer bien o mal, sino dejarse ver por ciertos restaurantes y hablar de las "genialidades" de tal o cual chef como si fuésemos a comer al Bulli cada fin de semana.

El humo de los incensarios que nuestra propia soberbia agitaba a nuestro alrededor nos envolvía en un aroma embriagador, autocomplaciente y cegador. Más que el propio humo en sí.

Todos éramos ya de clase media-alta para arriba y, claro, había que vivir tal cual.

Hasta que un día la calma chicha que mantenía esa complaciente humareda alrededor de nuestros cuerpos y -sobre todo- de nuestras mentes, desapareció. Una suave brisa nos avisó, pero la petulancia es sorda. Cayeron un par de peces gordos, pero eso nunca nos pasaría a nosotros; teníamos las espaldas bien cubiertas con nuestras posesiones.

Y llegó el vendaval. Y, como todos ellos, nos dejó el culo al aire. Intentamos vender el apartamento de la playa, pero no había compradores. Intentamos reducir gastos, pero el maldito euríbor se engullía todos nuestros esfuerzos ahorrativos. Quisimos rehipotecar la casa para ganar plazo y pagar menos al mes, pero el banco (que hasta hacía un cuarto de hora nos asediaba para que pidiésemos más créditos) nos dijo que nanay, que con nuestra edad ya no había más plazos.

El humo se ha llevado nuestros espejismos y pagaremos las consecuencias. Y hablo de nosotros, los de a pie, porque a los verdaderos tiburones que han ganado miles de millones de euros, los estados y gobiernos occidentales les salvarán en última instancia y así tendrán tiempo para urdir una nueva trama con la que engatusarnos dentro de algunos años.

Por lo menos nos quedará el consuelo de que el humo de zanahorias dejará paso de nuevo a un buen entrecôte con ‘papas' fritas.

Y salga usted a cenar por ahí de vez en cuando, que las penas con pan son menos.