Los numerosos informes acerca de la escasa calidad de la enseñanza de idiomas en España, especialmente en los niveles obligatorios, coinciden en señalar la incapacidad de la mayoría de los alumnos para expresarse oralmente – no olvidemos que la lengua tiene como función esencial la comunicación oral, valga la redundancia – y, desde luego, por escrito (1). El problema, de especial trascendencia al  tratarse de años irrecuperables de la vida escolar, afecta muy directamente a la opción del segundo idioma, ya sea éste francés y, en menor medida, alemán o incluso italiano.

Al hilo de este asunto, adquieren especial relevancia las recientes protestas protagonizadas por diversas asociaciones de profesores de francés ante la supresión del carácter obligatoria del mencionado segundo idioma en Bachillerato, que pasaría a ser optativo. Pero hagamos un poco de historia. Durante décadas, en los sucesivos planes de enseñanza, el francés había sido preponderante, si bien existía la posibilidad de cursar una segunda lengua. A partir de 1970, con la implantación de la Ley General de Educación, que reconocía una demanda creciente del inglés, se produjo un movimiento pendular en sentido inverso, y el legislador, yendo más allá de lo pedagógico y culturalmente razonable, cedió a las presiones políticas del momento y situó al inglés en una posición de privilegio que condujo, en la práctica, a la desaparición de la segunda lengua. En consecuencia, multitud de profesores pertenecientes a la enseñanza pública – la privada los despedía, sin más, por falta de 'clientela' – se vieron  forzados a 'renovarse' (¡hubo quien puso en venta su biblioteca!) a fin de  completar sus escuálidos horarios con las llamadas "materias afines", una especie de cajón de sastre que obligaba al 'degradado' docente a impartir materias que le eran completamente ajenas.  Primer fraude.

Al cabo del tiempo, los 'diseñadores' de planes de enseñanza aciertan al rectificar una política que imponía "una especie de colonialismo lingüístico" (Lain Entralgo), que "trataba de imponer modos y formas de ser y de pensar ajenos a nuestra cultura" (Díez del Corral) y que, "lejos de enriquecer nuestro acervo, conducen a un empobrecimiento fruto de la uniformidad" (Lázaro Carreter). Ni que decir tiene que en el resto de los países europeos, menos proclives a la improvisación, se estudiaba – se estudia – una segunda e, incluso, una tercera lengua moderna. Y de este modo, se llega a la ansiada 'restauración'; pero, como no existe dicha completa, el segundo idioma queda excluido de las pruebas de acceso a la universidad (selectividad), lo que en la práctica equivale a catalogarlo como  "maría". Otro fraude, pues  tampoco se consigue el objetivo de afianzar el dominio y la competencia del idioma  "único". Pero aún quedaba un varapalo: el "incómodo" segundo idioma tendrá la consideración de obligatorio sólo en 1º de Bachillerato. El fraude, pues, se consolida.

 ¿Y qué decir de la metodología?  Los que conocimos 'la voz del profesor' como único modelo o patrón de escucha y que, con el paso del tiempo, hicimos de la enseñanza nuestra profesión, pudimos disfrutar del privilegio de aquellos discos microsurco, con su impedimenta en forma de tocadiscos con sus correspondientes altavoces, lo que, a su vez, dio paso a los "laboratorios de idiomas" y a las grabaciones en cinta magnetofónica, hasta llevarnos a la cassette y al CD, sin olvidar la preciosa aportación del vídeo/ DVD e incluso del ordenador.

Y, sin embargo, pese a disponer de tan valiosos elementos auxiliares, ¿cómo se explican resultados tan decepcionantes que, entre otras cosas, desmontan la manida excusa de la "falta de medios"? Sencillamente porque se siguen métodos antediluvianos, basados ¡todavía! en la traducción, en ristras de vocabulario sin contextualizar, métodos, insisto, que aburrirían a las ovejas (acuden a mi memoria los Ollendorf, Roberston o el "My tailor is rich and my father is poor"), que no estimulan ciertamente el uso real de la  lengua. Se produce así una especie de círculo vicioso: no se aprende nada práctico; por consiguiente, su elección constituye una pérdida de tiempo. ¿Puede llamarse a esto "progreso"?

(1) Me permito reproducir el comentario de una ex Consejera de Educación que, en su candidez, afirmaba: "Hay que admitir que nuestros alumnos no se expresan bien en inglés", fantástico descubrimiento, rebosante de un optimismo absolutamente infundado, del que podría deducirse, erróneamente, que saben expresarse en castellano.

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