A veces nos encontramos con alguien que nos llama por nuestro nombre y además nos pregunta por nuestros familiares, de lo que deducimos que nos conoce bastante bien y, sin embargo ¡¡no tenemos ni idea de quién es!!

Lo peor llega cuando, no queriendo admitir que no le reconocemos, tratamos de seguir la conversación con tartamudeos, sin saber por quién preguntar, hasta que la persona se da cuenta y, entre burlona y ofendida, nos dice aquello de: ¿Pero… no te acuerdas de mí?

D. Carnegie decía que "el sonido más bello que puede oír el oído humano es el sonido de su propio nombre"; por ello, cuando buscamos la cooperación o empatía con nuestro interlocutor es importante conocer su nombre y decirlo a menudo a lo largo de la conversación.

Quienes conocen el valor de recordar y asociar rostros con nombres son aquéllos que dominan el arte y oficio de la Relaciones Públicas.

Pero, ¿por qué a unos les resulta tan sencillo y para otros es todo un reto? La razón es que nuestro cerebro es selectivo y almacena sólo la información que considera importante; porque, al contrario de lo que dice el famoso dicho: El saber sí que ocupa lugar. Un lugar que, a veces, podemos necesitar para otra información más relevante. De lo que podemos concluir que, lo reconozcamos o no, cuando olvidamos el nombre de alguien (y no existe patología alguna que lo justifique) es porque la persona no nos resulta interesante.

Las mujeres recuerdan mejor porque establecen un vínculo emocional para memorizar. ¿Por qué cuando relacionamos un hecho o una cara con una emoción recordamos mejor? Un ejemplo: A diario solemos recorrer el mismo camino desde casa hasta el trabajo. Lo hemos repetido tantas veces que ya lo hacemos de manera mecánica, por lo tanto, los hitos que  encontramos por el camino (edificios, árboles, semáforos, etc.) no nos resultan relevantes. De hecho, si alguien nos preguntase a qué hora hemos pasado por un determinado lugar, no sabríamos responder porque no hemos memorizado esa información. Sin embargo, si un día al salir de casa para hacer el camino diario, al pasar por uno de los semáforos que solemos cruzar nos encontramos un accidente; si alguien nos hiciese la misma pregunta de antes, probablemente podríamos calcular la hora con facilidad porque el impacto emocional del incidente nos habría hecho memorizar el momento en el que hemos pasado por aquel lugar.

La memoria es una función vital que empieza a desarrollarse desde antes de nacer. Hay quien habla, incluso, del fenómeno del dejà vu (sensación de haber vivido este momento con anterioridad) como un rastro de memoria de nuestros ancestros a través de los genes heredados.

Tenemos sensores que nos proporcionan información para diferentes tipos de memorización: memoria auditiva, visual, táctil, gustativa y olfativa. Para evitar el bochorno del que hablábamos al principio y acordarse de los rostros de las personas y sus nombres, lo mejor es usar todo el sistema memorístico. Cuando nos presenten a alguien, oigamos con atención su nombre, preguntémosle cómo se escribe su apellido, recordemos a algún conocido que se llame igual y hagámosle el comentario. Otro consejo de expertos: en relación al rostro, observemos su nariz, ojos, orejas, boca y busquemos algún detalle que nos parezca gracioso o que sea prominente. Por ejemplo, alguien llamado Velarde, con una nariz notable, podemos imaginarlo con una vela ardiendo que sale de su apéndice nasal (él no lo va a saber).

En resumen, si buscamos colaboración y empatía esforcémonos en recordar la mejor música para los oídos de nuestro interlocutor: su propio nombre.