No es una pregunta retórica, sino el fruto de una reflexión que muchos ciudadanos podemos habernos hecho a la vista de los resultados, tan inéditos como esperados, de las últimas elecciones generales. Son inéditos porque parecen haber quebrado la tradición del bipartidismo que, más o menos puro, se impuso desde la transición.

En un escenario donde dos partidos destacan muy por encima de los demás en cuanto a número de votos conseguidos, aceptamos que el que alcanza la mayoría está legitimado para gobernar, es decir, para poner en práctica su programa. Sus partidarios se sienten vencedores y los demás aceptan el veredicto de las urnas porque ésas son las reglas del juego de la democracia.

Foto Ildefonso CamachoPero en un escenario de multipartidismo donde hay varios partidos que alcanzan un número de votos relevante, aunque insuficiente para gobernar, la situación resultante parece necesitada de otras salidas. Es el caso que nos ocupa. Y resulta interesante, aunque sólo sea porque nos obliga a ser creativos frente a soluciones anteriores que ya no funcionan. Porque, si nadie tiene una mayoría suficiente para gobernar por sí mismo o con pequeños apoyos, nadie puede sentirse con legitimidad para imponer a toda la sociedad su programa.

En estas circunstancias empiezan a sonar palabras como “negociación”, “acuerdo”, “pacto”. Pero no son palabras que usen con facilidad los políticos; tampoco agradan a los oídos de los ciudadanos. El que negocia o pacta parece ignorar las promesas contenidas en el programa: el político se tendría, entonces, por inconsecuente y el ciudadano se sentiría traicionado. Y surge la crítica del ciudadano, tantas veces esgrimida, de que el político sólo quiere el poder, y que para conseguirlo está dispuesto a no reparar en medios y a sacrificarlo todo, incluso sus propias convicciones plasmadas en un programa político.

Las cosas no son, a nuestro parecer, tan sencillas en este nuevo escenario con cuatro partidos que se sienten “ganadores”, pero incapaces de garantizar una mayoría para gobernar. Repetir las elecciones, que siempre es una posibilidad, previsiblemente va a producir pocos cambios. Es más, podría entenderse como traicionar a una ciudadanía que se ha manifestado tan plural y que da por hecho que ése es el presupuesto para gobernar, le toque a quien le toque.

Negociar y pactar sería, entonces inevitable. Pero nos atreveríamos a introducir un término más: diálogo. Sólo desde el diálogo se puede vivir en la diversidad de modo pacífico y con provecho. No un diálogo cualquiera, sino uno que tuviera éstas o parecidas características:

– Estar convencidos de que no poseemos, a ningún nivel, la verdad plena, y que podemos aprender de otros y enriquecernos -incluso cambiar- escuchando sus ideas.

– Tener una actitud de escucha: hay que oír al otro, no preparando la argumentación para rebatirlo, sino intentado comprender sus razones y poniéndonos en su lugar.

– Estar dispuestos a preguntar, no sólo a afirmar de forma apodíctica.

– Dejar que un halo de sospecha planee sobre nuestras convicciones, si no para rechazarlas de plano, sí para corregirlas, matizarlas, enriquecerlas.

– Estar dispuestos a escuchar incluso a los que están más lejos de nosotros, aunque creamos sus posturas irreconciliables con las nuestras.

– Empezar poniendo el acento, no en lo que nos separa, sino en lo que nos une, y preguntarnos hasta dónde podemos caminar juntos y cuándo comienzan las discrepancias.

– Estar convencidos de que una convivencia respetuosa y pacífica entre los seres humanos es más importante que las ideas.

– Evitar toda actitud de superioridad, que implica muchas veces minusvalorar al otro, cuando no desautorizarlo o despreciarlo.

El diálogo no lo resuelve todo. Pero crea condiciones adecuadas y abre camino para avanzar en la búsqueda de soluciones compartidas, cuando no es posible que cada uno resuelva sus problemas por su cuenta y al margen de los otros, como ocurre en sociedades complejas.

Después habrá que negociar y pactar, lo que supone renuncia por parte de todos a nuestras aspiraciones maximalistas. Es el precio a pagar por vivir en una sociedad plural. En ella, la ética política no es sólo una ética del poder que se conquista y se ejerce en servicio de la sociedad; es, además, una ética del diálogo: un diálogo que nos ayuda a buscar caminos juntos.

 

Ildefonso Camacho SJ

Universidad Loyola Andalucía