Esperanza llegaba cada tarde a la puerta del bar. Parsimoniosamente abría su pequeño caballete y colocaba sobre él la caja, vacía, desdibujada, de carne de membrillo de Puente Genil. Se sentaba en su silla baja, abría la talega de muselina morena y sacaba de ella las cajetillas y las alineaba, de pie, dentro de la caja de lata. Siempre en el mismo orden. Y las de tabaco inglés -de contrabando, claro- tumbadas debajo de las "legales", por si la policía; aunque -paradojas de la vida-el comisario Padilla era su mejor cliente de Graven A.

Esperanza se sentaba junto al improvisado puestecillo. El moño bajo, blanco, tirante. Las medias negras, espesas, en invierno y en verano. Las zapatillas también negras. El vestido de medio luto, y el delantal gris. Las rodillas juntas. Las manos -cruzadas- en el regazo. Cuando el relente hacía acto de presencia se acurrucaba en su toquilla de lana y la piel blanca de su cara, cuarteada casi, se tornaba más nívea todavía.

Esperanza pertenecía a esa Andalucía que vivía de los bares, de las tabernas, de sus clientes. Como Malena, la lotera que se pateaba media ciudad. Aprendiz de alcahueta que tenía menos suerte con sus fugaces pupilas que sus clientes con la pedrea. O como Manuel, el betunero. Gitano, renegrío, que te dejaba los zapatos como nuevos mientras te protegía los calcetines con el as de oros y el siete de copas; naipes huidos de un imposible rentoy de trastienda de tugurio de tronío.

O como tantos otros personajes, anónimos, imprescindibles para su época, sin los cuales nuestras tabernas nunca habrían sido lo que fueron. Hoy reinan en ellas las máquinas electrónicas expendedoras de cigarrillos que pretenden sustituir con un metálico "su tabaco, gracias", a la leve y tierna sonrisa de Esperanza cuando te alargaba la vuelta con sus manos arrugadas como pasas, pero finas y calidas como las de una dulce abuela.

Hoy en día -probablemente- la actual Esperanza esté en su casa, con su tele y su calefacción y cubriendo malamente sus necesidades básicas con una pensión no contributiva en vez de estar pasando frío en la puerta de un bar. Pero sola. Sin darnos esa sonrisa. Sin dársela a ella misma.

Maldito progreso.