Déjame que te cuente, lector: Después de treinta y seis (de mis cincuenta) años vividos por detrás del mostrador, y entre tanto nouvel restaurador de pacotilla y demás paparruchadas culinarias, quiero reivindicar la figura del tabernero. Me gusta que me llames tabernero. Y no por una cuestión de falsa modestia ni nada parecido. Al contrario. La palabra tabernero es como una vitola de calidad en mi gremio. Son nuestros galones.

Restaurador lo es cualquiera, ¿sabes, lector? Montas una franquicia de comida-basura (o bazofia, como perfectamente la define mi admirado Juan Eslava Galán en el prólogo de mi primer libro) y, automáticamente, ya eres restaurador. Tabernero no. Tabernero es otra cosa, mireusté. El serlo no se puede improvisar. No se compra ni se vende, como el cariño verdadero. Es cuestión de tiempo. De solera. De más solera que todos los vinos de mi taberna juntos. Para ser tabernero hay que haberlo mamado, con perdón. O sin él, ¡qué cojones!, que el verbo mamar también viene en el diccionario (y el sustantivo cojones también).

Y no te vayas a creer que un tabernero es un simple expendedor de vino. ¡Qué equivocados están quienes piensan así…! Un tabernero tiene que saber cuándo hablar y cuándo callar. Debe tener más mano izquierda que Joselito y El Gallo juntos. "Niño –me decía mi padre, el mejor tabernero que he conocido–: con sólo ver cómo abre la puerta el cliente ya tienes que saber de la leche que viene". Psicología en estado puro.

Y también sociología. ¿Quieres saber cómo respira el país o la ciudad últimamente? Pues déjate de sondeos, encuestas y otras zarandajas al uso y vete a una buena taberna. Pide un vaso de vino y escucha. Sencilla-mente escucha. Acodado en un mostrador es como mejor y más clarito habla el pueblo. Ojalá las grandes decisiones se tomaran en una taberna de las de postín, con todos los parroquianos por testigo, y no en una aséptica sala de juntas con una gran mesa de caoba salpicada de botellitas de plástico de agua mineral. ¡Puaf! Se creerán que por beber sólo agua en esos momentos tan solemnes son más importantes. Que se acuerden del Serrat cantándole a Machado:

…y pedantones al paño

que miran, callan, y piensan

que saben, porque no beben

el vino de las tabernas.

Mala gente que camina

y va apestando la tierra.

Y algo más, lector: No dejes nunca de leer la obra maestra de uno de los más singulares filósofos y pensadores romanos; El gran Caius Mollatosus:

Vino, vitatis. Agua cría gusarapis.