Una de las cosas que no dejo nunca de hacer cuando viajo es pasear por la ciudad en cuestión, sin prisas, mirando hacia arriba, parándome en cada esquina, echándole un vistazo a los escaparates, observando a la gente. Incluso me paro ante los anuncios de las mil y una inmobiliarias que están proliferando por doquier al calor del pelotazo urbanístico, pues suelen ser un buen indicativo del nivel de vida de la población en cuestión.

Pero, sobre todo, las paradas más inexcusables son sus bares y tabernas; o similares, porque encontrar un mesón en Londres -es un poner- puede ser bastante complicado, pero tomarte una pinta en un pub de un barrio no demasiado turístico es una experiencia impagable.

En los bares, cafés y tabernas la gente se comporta tal cual es, espontánea. Están en su ambiente. Si son habituales conocen al camarero y al resto de los parroquianos. Pegas la hebra y te enteras de lo que sucede de verdad en ese barrio, en ese pueblo.

Pero, ¡ay!, los tiempos cambian que es una barbaridad, y ya no hay ciudad media o grande que se precie que no presuma de Corte Inglés, de Fnac, de multicines, multitiendas, multibullas y multi-mil-y-una-chorradas. Todas iguales. Calcos unas de las otras. Las mismas tiendas, las mismas marcas, y, si me apuras, casi las mismas caras.

Y, claro, al igual que con el comercio pasa con el bebercio. Las tabernas de toda la vida de Dios van cediendo paso (a golpe de talonario y de pies cansados de años por detrás de la barra) a los nuevos reyes de la hostelería. Comida-bazofia, bocadillos más o menos sofisticados, heladerías, cafés y demás clones se están quedando con las mejores esquinas de todo el mundo. Hay un MacDonalds en la galería Vittorio Emanuele de Milán, en los Campos Elíseos de París, en la Quinta Avenida de Nueva York… y en la calle principal de su pueblo; seguro que sí. En Sevilla, con el mamoneo que nos gastamos por aquí, a la emblemática plaza de la Campana ya la llamamos Bells Square, porque de quince o veinte locales comerciales que allí hay, tenemos un Burger King, un MacDonalds, un Ben & Jerry, un Starbucks café, un Pans & Company y seguro que se me escapa alguno. Menos mal que siempre nos quedará la confitería La Campana con sus veladores.¡Huyan ustedes de esos antros! No se dan cuenta, pero los que entran en ellos se transforman, son como abducidos por entes invisibles que los idiotizan, les sorben el seso. Y para que no me llamen exagerado, hagan la prueba del algodón: no sé si se habrán dado cuenta de que la inmensa mayoría de estos establecimientos tiene grandes escaparates con mesas y mostradores donde se sientan los clientes mirando hacia la calle mientras comen y beben. La observan con la mirada perdida mientras son examinados a su vez como si fuesen maniquíes o carteles publicitarios por los paseantes. Comparen esas caras de zombi con la alegre tertulia de su bar de toda la vida. ¿A que no hay color? Pues eso.