Dado que lo prometí en mi anterior artículo no quiero traicionar mi propia palabra y para ahorrarme el trago de hablar, contra mi voluntad, de lo que hoy se cotillea en el tabanco, hago mutis por el foro, con estudiado disimulo y me voy al patio de la trastienda. Allí me sumerjo en los recuerdos, vinculo mi memoria a la nostalgia y simulo por un rato que "cualquier tiempo pasado fue mejor". Y es que andamos enredados en conmemoraciones. Y esto nos lleva a un tiempo peliculero que nuestra memoria se ha encargado de maquillar, de darle apariencias oníricas, de sublimarlo. Porque, por aquel entonces no sólo nuestro sistema político tenía treinta años menos, sino que también yo los tenía de menos. Y no sé si como dice el tango "veinte años no es nada", pero desde luego treinta años sí que lo es.

Por lo menos era más joven, pero ya ejercía el periodismo en Madrid. Y, a la vez, estudiaba en la Complutense. Porque he de reconocer que formo parte de un sector de mi generación que se "hinchó" de estudiar, porque creía que el desarrollo estaba en los conocimientos, en la cultura, y en la preparación académica, pero sin dejar de trabajar, en un pluriempleo, que no nos permitió dormirnos en los laureles. Había elegido la carrera que, a mi entender, me posibilitaba la voz y la palabra. Porque creía en esa especie de cuento de hadas que se llama libertad de expresión. Éramos jóvenes en todo, hasta en eso. ¡Cuánto ha llovido ya desde aquellos días!

Aquel 15 de junio nos fuimos a votar, y también era la primera vez que me acercaba a unas urnas. Delante de mí, en la cola, esperaba el que hasta hacía poco había sido ministro franquista, Solís Ruíz, que, por lo visto, vivía en los alrededores. Me resultó chocante, pero me consoló pensar que, a lo mejor España podía ser otra cosa y hasta podíamos ejercer nuestra libertad sin recurrir a dar mamporros a quien no la pensara como yo. Ya digo que eran otros tiempos. Mis compañeros se empeñaban -como yo también pretendía- en trabajar para el "todo" y no para las "partes". Y se arrimaba el hombro al travesaño que sostenía la democracia. Había una meta clara hacia la que remar. Y no es que no había oleaje en aquel mar revuelto aún. Pero había que hacer borrón y cuenta nueva para no quedarse encallado en la arena. Y hubo muchos que mucho sacrificaron, orillaron, dejaron de lado, para poder alcanzar el reto común. El 15 de junio, hizo treinta años de esto.

En estos días de conmemoraciones se han recordado nombres que hicieron posible emprender un camino distinto hace tres décadas, que supieron -como acertadamente han escrito algunos en estos días- interpretar y llevar a la práctica el sentir del pueblo; han salido a colación figuras como las del Rey, las de Adolfo Suárez, las de los padres de la Carta Magna, que se esforzaron por hacer una Constitución que fuera marco para todos y no de parte -como tan tradicional era en nuestra historia constitucional española-, que se cambiaba cada vez que entraba un nuevo gobierno, una prensa que apostó por jugar su papel seriamente, etc. Pero los auténticos protagonistas de todo aquello, y los que seguimos estando aquí, fuimos aquel 78,83 % de españoles que nos acercamos a las urnas ese 15 de junio de 1977, es decir, ocho de cada diez, o lo que es lo mismo 18.590.130 ciudadanos, que no es poco. Y que no sólo fuimos a las urnas, sino que también decidimos no solucionar nuestras cuestiones a guantazos -como tan de costumbre sucedía en nuestro suelo-, enterrar viejos rencores, dar cabida a todos, sancionar un marco legal que hiciera posible la convivencia de todos… Los que eso hicimos fuimos los protagonistas hace treinta años, anónimos, si se quiere, pero protagonistas.

Desde entonces, por esos sillones del poder hemos visto pasar de todo, lúcidos y mentecatos, inteligentes y movidos por el interés común de todos y pobres ignorantes e insensatos, cuya mirada no alcanza mayor distancia que la de su propio ombligo. Son estos últimos los que han ido restando puntos a aquel 78,83%. Pero, aquí seguimos, los ciudadanos, treinta años después, apostando por aquel espíritu que hizo posible entonces un formidable paso adelante. Ya no creemos ni en Caperucita Roja, ni en Blancanieves, ni en el Capitán Trueno, pero seguimos creyendo en nuestro propio protagonismo en la Historia, igual que lo creímos entonces y lo ejercimos. Y este mercadeo político, que ahora parece imponerse, para tomadura de pelo de la mayoría de los sensatos españoles, no nos hará desistir en nuestro empeño. Es cierto que ningún tiempo pasado fue mejor, pero de vez en cuando, cada treinta años, por ejemplo, es bueno recordarle a los que nos gobiernan, que hoy es así porque 18.590.130 ciudadanos lo hicimos posible. Y estamos dispuestos a volver a hacerlo cada vez que sea necesario.