Hace algunos siglos se mataba por un puñado de sal. Lo que hoy en día es algo tan usual y barato en la Edad Media era objeto de deseo. Mágicos cristales que transformaban los recios y escasos sabores de la época en verdaderos placeres al paladar. Negarle el pan y la sal a alguien era arrebatarle lo más básico.

Eso con respecto a la sal. Si hablamos de las especias la cosa se hace más importante y más interesante. Ellas han protagonizado desde grandes guerras para crear, preservar o arrebatarles a terceros las rutas por las que se traían a Occidente, hasta las mayores gestas de la humanidad. No olvidemos que si Colón se embarcó hacia lo desconocido fue buscando un camino alternativo para llegar a la India y a Ceilán; paraísos de los más embriagadores perfumes y sabores. Por culpa de ellas (o más bien gracias a ellas) se llegó a descubrir todo un continente.

La cocina de las especias era (es) casi alquímica. Primero porque costaban un riñón y había que usarlas con mucho tino, y segundo porque una pizca de más arruinaba el más exquisito de los guisos. O de los vinos, pues estos se han llegado a aromatizar con canela, clavo, pimienta, etcétera.

Estas semillas, hierbas, cortezas de árbol e incluso pistilos secos de flores reinaron en las cocinas de las civilizaciones más refinadas. Eran símbolo de cultura y de sofisticación. Pero al mismo tiempo también han sido testigos de la caída y desaparición de los imperios más importantes del mundo que, por atiborrarse de placer, se convirtieron en blandos y vulnerables.

Dice el refrán que de abuelos abnegados y trabajadores salen hijos ricos y ociosos y nietos arruinados. Las especias han sido espectadores sabrosos y silentes de ese hedonismo que ha acarreado la ruina de tantas y tantas culturas cuya soberbia les hacía pensar que eran indestructibles.

Quizás éste sea otro motivo para no abusar de ellas y dejarnos enajenar por sus perfumes y sus delicias.

Las especias hay que usarlas donde hay que hacerlo y en la cantidad justa. Si renunciamos a ellas conseguiríamos que todos los sabores se pareciesen entre sí. No comeríamos. No gozaríamos. Sencillamente nos alimentaríamos.

Y si nos pasamos en su manejo embotaríamos nuestros sentidos. Nos embriagaríamos con sus vapores dulces, ácidos o picantes. Sólo tendríamos paladar para las especias. Llegaríamos a depender de ellas. Y, así, nos convertiríamos en los nietos-esclavos que dilapidarán la herencia de nuestros mayores.

Disfrutemos de ellas. De sus bondades. De su seducción. Pero seamos conscientes de dónde está el límite. Y también de que la gastronomía y la buena mesa son sólo una parte de nuestra vida, y que en todas las demás tampoco debemos pasarnos de la raya con sus correspondientes y placenteras"especias".

Seamos nietos-trabajadores dignos herederos de nuestros abuelos. No dilapidemos su legado. Defendamos lo que ellos ganaron para nosotros. Y tengamos en cuenta que, al otro lado de la trinchera, siempre habrá alguien agazapado y dispuesto a quitarnos lo que es nuestro. Porque las trincheras siguen existiendo.