Es posible que ellos no lo entiendan. O, por lo menos, que no le den la dimensión que yo le doy, o que no les afecte, en principio, como a mí. E incluso que no se expliquen por qué estoy tan huidizo y tan apático esta tarde, tomándome en este rincón del tabanco, y a solas, mi copa de amontillado. Y es que, probablemente, ellos no sepan que esta fachada distante lo que esconde es rabia, impotencia y falta de esperanza, y por eso tampoco acierte a enhebrar la aguja de este artículo. Y no es que a mí me asombre la lluvia o no sepa cómo está el patio, o a estas alturas siga creyendo en el mundo de Peter Pan, como cuando estudiaba periodismo en la Complutense. Es que no es que llueva, con la noticia que esta tarde me arremete, es que llueve sobre mojado y hace poco sol, y no tengo la más mínima esperanza de que logré secarse en breve la humedad. Eso sí, como no termino de resignarme, los golpes hacen más ruido y se vuelven aún más contundentes.

Mirara para otra parte y comulgar con ruedas de molino sigue siendo asignatura fundamental, filosofía vertebral y convencimiento absoluto para muchos colegas que tiran de la pluma como yo. Amén de haberse constituido en la base de nuestra filosofía nacional. Es una especie de deporte generalizado, una afición desmedida, habitual ya y frecuentemente practicada, como la de tomar un café o una caña de cerveza. Y, aunque digan que el hábito no hace al monje éste forma parte de su idiosincrasia, de su estampa, de su condición. Y aquí el hábito va perdiendo color y a jirones anda paseando por la calle.

El nombre me retumba como un trueno en la cabeza y se repite a golpe de martillazos en mis sienes: Politkóvskaya. De nombre Anna, de nacionalidad rusa, de profesión periodista. Ella, en la Rusia de Putin, al que Occidente -¡el de las democracias, el de la civilización, el de no sé cuántas cosas más!- ha dado carta de ciudadanía, mirando hacía otra parte, disimulando y haciendo como que no se entera. Una Rusia, donde reinan el miedo y las mafias, donde nadie controla a nadie y en donde nadie quiere poner el ojo, la opinión, y con la que se ejerce la falta de atención como sistema en una especie de imprimátur general para lo que sea. El saldo no lo saca nadie, porque no interesa, ni la lista de muertos, de reprimidos, de matones… o de periodistas amenazados de muerte. O con la amenaza de muerte ya cumplida como Anna Politkóvskaya. Ella, no quiso comulgar con ruedas de molino. Y el hacerlo, le ha costado la vida.

A los que no tienen razón no les interesa el ojo avizor que les delata. Y el periodista, el escritor que abre bien los ojos y no hay quien pueda comprarle se convierte en persona “non grata”. Denunciar los abusos y los crímenes, decir lo que vale un peine le ha costado la vida a una colega rusa, Anna Politkóvskaya.

Pero un rayo de sol entra balsámico por la alta ventana del tabanco. Entra con nombre turco y esta tarde de amargor en la boca, alienta la esperanza. El escritor Orhan Pamuk ha sido galardonado con el Nóbel de Literatura. Otro ojo avizor al que le costó la represión decir lo que veía. Pamuk estuvo acusado de haber atentado contra la identidad de su país por haber afirmado en una entrevista con un periódico suizo que “en Turquía habían muerto asesinados un millón de armenios y 30.000 kurdos” a principios de siglo. Hoy, con este reciente concedido Nóbel, el novelista turco se convierte en un monumento a la literatura de su país. ¡Curiosa paradoja! Ha venido ejerciendo, contra viento y marea, la libertad de mirar, de pensar, de expresar. Porque, como él mismo afirmaba, en tiempos como los nuestros, “la libertad de expresión se convierte en algo muy importante: la necesitamos para entendernos a nosotros mismos”. Y ha corrido mejor suerte que la Politkóvskaya.

¿Cundirá en estos pagos el ejemplo? El poder de la verdad y de la coherencia, fuerza necesaria para sobrevivir. Ibn Hazm de Córdoba, que por testarudo o coherente, según se quiera ver, era andaluz, lo expresaba con rotundidad a principios del siglo XI: “En cuanto a la acusación de que cuando yo tenga una cosa por verdadera no me importa ponerme enfrente de cualquiera, aunque estos cualesquiera sean todos los hombres que ocupan la superficie de la tierra…, esta cualidad de que me acusan es para mí una de mis mayores virtudes”. También sufrió el destierro y una quema de libros, pero lo dijo y ahí quedó escrito. Y en este trasiego de pensamientos viejos y actuales, lejanos y cercanos, pedí otra copa de amontillado en el tabanco y comencé a escribir.