Con la misma mala gana que parecía estar hecho el programa que la Primera de TVE nos ofreció en la noche electoral europea -plagado también de errores técnicos, descoordinación y poca chispa- parece que se levantaron la mayoría de los electores europeos para ir a votar. La abstención fue la gran protagonista del día. Hoy, ni siquiera se comentan los resultados en el tabanco. Y esto es más que significativo del interés -o desinterés- levantado por estos comicios. El futuro europeo se está construyendo, tendrá repercusiones serias para todos y cada uno, y nosotros nos vamos a la playa. Calor hacía como para justificarlo -al menos en estas latitudes- pero el tema requería volver antes del cierre de los colegios y manifestar nuestro parecer. Pero las cifran cantan y han cantado a la baja. Y es que nuestros líderes políticos se han dedicado más al pulso doméstico que a hablarnos de la construcción europea que nos espera en la que se está fraguando una Constitución que hará de Europa una unidad política y que podrá aportar al mundo los valores de una civilización antigua y de profundas raíces que ha sido fanal de luz en muchos momentos de la historia para el resto del mundo. Este nuevo parlamento -con la Europa unida crecida con la incorporación de nuevos países- y que el 13 de junio salió de las urnas alumbrará la Constitución Europea. Poco se ha hablado de ello y más parecía la campaña española una pelea de barrio que, limitando las miradas de los electores, los han vuelto miopes y huidizos a la hora de votar. A la hora de la verdad, esta partidocracia pueblerina ha desinflado el interés por Europa. Europa con raíces sólidas y milenarias. Europa abierta a ese futuro inmediato que nos toca construir a todos. Algunos pocos se han atrevido a hablar de las raíces cristianas del viejo continente. Raíces antiguas y sólidas pero que es necesario renovar desde un espíritu distinto. La Europa de raíces cristianas que queremos no es la de las guerras entre pueblos cristianos que han sembrado de sangre y de división los campos europeos, no es la Europa de la intolerancia que en aras del cuius regio eius religio ha dividido a los pueblos, ha expulsado, maltratado y hasta ‘quemado’ a pueblos enteros que no compartían la fe de la mayoría, que ha creado divisiones y discriminaciones sin límites -también hay que decirlo- que ha emprendido sangrientas cruzadas, que ha esquilmado los recursos de otros pueblos, condenándolos a la pobreza, que ha empleado la fe para justificar las guerras. La Europa de raíces cristianas que, sin lugar a dudas, tiene que iluminar la nueva Constitución Europea, es la de la solidaridad, la justicia y la paz. La de Catalina de Siena, la de Francisco de Asís, la de cientos de monasterios que vertebraron el territorio y la cultura, la más reciente de políticos como Adenauer, Schuman, De Gasperi, la del mensaje social cristiano, contenido -y tantas veces archivado por los cristianos, pero de vital puesta en práctica- en las numerosas Encíclicas Sociales. La que soñó el Patriarca Atenágoras, la del Cardenal Bea, la de Juan XXIII, la de Pablo VI… La Europa cristiana de la fraternidad universal, predicada por tantos cristianos y que han propiciado la superación de perjuicios históricos y han dado rostro de esperanza a nuestro hacer, la de millares de misioneros que la han llevado a tierras ignoradas. La de la unidad entre los pueblos, la de la superación de las miradas limitadas y mediocres que llevan a la intolerancia y al odio, a la xenofobia y a la discriminación, al abandono del compromiso por los más necesitados. Y como el profesor Andrea Riccardi, docente de la Universidad de Roma Tres, afirmaba recientemente: “Europa no puede vivir para sí misma. Y África, la de las guerras (con 12 conflictos abiertos), la de los 30 millones de seropositivos (sobre 42 millones en el mundo), es el primer continente que encuentra en su camino por el mundo. Allí viven dos tercios de la humanidad que son excluidos de todo bienestar. Y esa África tiene un destino común con nosotros: viviremos juntos o pereceremos juntos”. Aquí está la prueba del nueve de la Europa solidaria. La de las raíces cristianas que no puede ignorar, también, con estos pueblos fronterizos lo que Pablo, aquel cristiano que trajo un nuevo pensamiento a Europa, escribía a los Gálatas: “El fruto del espíritu en cambio es el amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominios de sí…” Y es bueno que esta Europa de raíces cristianas no lo olvide. Bueno será, pues, recordar lo que Romano Prodi, el hasta ahora presidente de la Comisión Europea, decía el mes pasado en un encuentro celebrado el 8 de mayo en Stuttgart: “Para ser ciudadanos europeos no hay que poner entre paréntesis la fe, al contrario, se puede y se debe buscar en el propio credo los fundamentos de la coherencia ética, de la perseverancia, de la sabiduría, de la mansedumbre, de la capacidad de compartir, de la magnanimidad y también del pensamiento elevado, a fin de construir un futuro que esté a la altura de los retos de la paz y la justicia. Sin arrogancia, sin exhibicionismos, sin pretender imponer nada, los cristianos pueden ser la levadura y la semilla de esta nueva historia, en un esfuerzo de diálogo constante con judíos y musulmanes y con los que tienen otras convicciones. Con espíritu ecuménico, con espíritu de tolerancia y respeto por la diversidad y por el otro, el fermento religioso puede darle a Europa ese alma de la que nuestro continente no puede prescindir […] Europa tendrá futuro si sabemos reconocer los derechos de aquellos pueblos que sufren injusticias […] La respuesta al terrorismo no está en la guerra, que lo multiplica, sino en la democracia, en la solidez de las instituciones, que saben desecar los yacimientos de odio en donde crecen, que saben prevenir las acciones desesperadas con los instrumentos de que disponen, que saben resolver los conflictos que lo alimentan. Todo esto requiere el tesón de todos y cada uno, para que no quedemos atrapados en el mecanismo del miedo”. Permítanme recordarlo. Pues si de raíces cristianas de Europa se va a hablar en vista a la próxima Constitución, no es bueno olvidarnos del significado de estos conceptos. La Europa del futuro, o es solidaria o perecerá contemplándose su propio ombligo. La vela a Dios no será nunca compatible con la vela al diablo. No hay duda de que si estos conceptos estuvieran más en el pensamiento de los políticos y de algunos líderes religiosos, otro gallo cantaría. Y son muchos los que, gracias a este espíritu, a estas reales raíces cristianas, están dispuestos -y de hecho lo están haciendo- a construir esta nueva Europa, en el espíritu y en la práctica de lo que fue su cuna.

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