Hace relativamente poco tiempo, el mes pasado, se cumplían cuatro años del inicio de la crisis financiera internacional. Para la gran mayoría de la población de los países afectados lo que ocurrió en agosto de 2007 fue fruto de cuestiones como la desidia de los gobiernos nacionales, la falta de control de los bancos centrales o la inoperancia de organismos internacionales. Falló la política; pero también falló, estrepitosamente, la economía.

Curiosamente a pesar de contar con mayor perspectiva histórica podemos comprobar como, todavía hoy, sigue habiendo voces poderosas que no reconocen, ni por activa ni por pasiva, las causas económicas que originaron la actual crisis. Un interés desmedido por explicar la realidad desde una perspectiva, desde una visión, interesada en poder seguir manteniendo, a buen recaudo y bajo su control, fortunas, patrimonios, estatus y poder – aunque no necesariamente siempre en dicho orden-.

Parece como si hablarles del enaltecimiento descarnado de más mercado y menos estado, de la falta de la más mínima ética en los negocios, de la búsqueda (a cualquier precio) del lucro económico extremo, de la defensa de un individualismo descarnado o de la falta de regulación, control y limitaciones produjera en ellos una reacción alérgica incontrolada que hiciera peligrar la base sobre la que se asientan sus principios y valores.

Un fundamentalismo de mercado causante de la crisis -irresponsable, insaciable e insensible- que considera el trabajo como una mercancía y que necesita de la desigualdad para que el sistema económico que defiende prospere, lo que significa que necesita convivir con ineficiencias que afecten a la mayoría de la población mundial.

Un pensamiento neoliberal avalado por políticos, financieros, empresarios, académicos y periodistas que diariamente, a la vista de todos está, renueva sus compromisos y postulados sobre la base de una visión caníbal en las relaciones económicas y sociales y por ende, en las relaciones humanas. El pez grande se come al chico: por eso es tan importante para ellos, los defensores del libre mercado, seguir siendo grandes y poderosos. Cueste lo que cueste.

Hablar de conflictos de intereses entre el sistema financiero y el sector académico, o de la falta de ética en los negocios, o del inexistente soporte científico e intelectual para muchas políticas ultraliberales, o de connivencia entre agencias de calificación o empresas auditoras y las empresas clientes o de escuchas ilegales en un poderoso grupo de comunicación no tiene ningún fundamento ni sentido. Todo se resuelve con una lucidez angosta, truculenta, que recorta o elimina derechos políticos, económicos y sociales de la ciudadanía.

Un esquema económico que inevitablemente necesita tener sometida a la política, tratando de hurtarnos la democracia, y que difunde un ideario que entra directamente en confrontación con políticas dirigidas a fomentar la igualdad de oportunidades, a impulsar la justicia social, a promover la solidaridad o a consolidar el bienestar de la ciudadanía.

Ni que decir tiene que aunque tenga difícil explicación, para dicho sistema se antepone el problema de la deuda soberana, el déficit público o la inestabilidad de las bolsas y de los índices bursátiles al del desempleo, la redistribución de la renta y la riqueza, la innovación o el conocimiento. Su receta sigue estando clara: anteponer la economía financiera sobre cualquier otra cosa. Su paradigma, parafraseando a Juan Somavia, director de la Organización Internacional del Trabajo, se basa en sobrevalorar el mercado, infravalorar el papel del Estado y devaluar, hasta límites inimaginables, la dignidad del trabajo.

Recortar derechos laborales, reducir salarios, eliminar beneficios sociales, adelgazar plantillas y vuelta a empezar. Poco importa que las recetas no estén funcionando, que la economía europea se resienta y que esté cada vez más cerca de un nuevo parón, por no decir recesión. Una realidad que en nada beneficia a trabajadores, desempleados, pensionistas y sus familias.

Después de una dura acción reformista sobre la base del recorte social, por parte de los gobiernos europeos, se cambian algunas cosas para que otras permanezcan igual. Parece como si se estuviera tirando de unos hilos que no deshacen la madeja de la crisis. Al contrario la convierten en un problema de mayor dimensión y complejidad.

Por eso es tan importante que los que hasta ahora han defendido a ultranza las políticas neoliberales, comiencen a recapacitar y a tratar de analizar el devenir de los últimos tiempos, comparando los logros y los recesos alcanzados. Un ejercicio de reflexión honesto que, casi con toda seguridad, los llevará a asumir posturas y calibrar soluciones desde una óptica más socioeconómica y menos financiera. Ante los últimos datos de crecimiento económico queda claro que está en juego el futuro de la economía real.

En economía, especialmente para Europa, no es posible seguir representando, en bucle continuo, la obra de Samuel Beckett: “Esperando a Godot”. Son nuestros actos los que determinan quienes somos.