Hace algún tiempo, en esta sección, expresaba mi añoranza por aquellos maestros de antaño que, ‘frugales en el yantar’, que diría el clásico, pulcros en el vestir y austeros en el vivir, forjaron el devenir de cientos de alumnos, muchos de los cuales han ocupado -y ocupan- puestos de responsabilidad en la sanidad, la justicia, la diplomacia, la universidad, la Administración, la política y, por supuesto, en prestigiosas entidades privadas. Aquellos titanes de la enseñanza no sabían gran cosa, tal vez, de ‘ratios’, estadísticas, seminarios interdisciplinares, mesas redondas, técnicas psicopedagógicas grupales o adaptaciones curriculares, con toda la rémora burocrática que tanto tiempo inútil consume, aunque ello haga las delicias de la jerarquía ‘juntera’, enemiga de la excelencia y apóstol de la mediocridad. Aquellos humildes maestros de antaño, que no habían desertado de la tiza, se afanaban con tesón en enseñarnos a leer, a entender el texto, a recitar poemas, a memorizar y, por supuesto, a escribir, es decir, a cuidar tanto la caligrafía como la ortografía, algo impensable hoy en día, cuando comprobamos con espanto que se puede aprobar ¡en la universidad!, aun cometiendo faltas de ortografía y, no digamos, de sintaxis, una responsabilidad que atañe a quienes sostienen que “lo que importa es el concepto; la expresión es secundaria”, aunque semejante actitud  nos haga viajar en el furgón de cola de la enseñanza europea en todos sus niveles.

Aquellos maestros, digo, nos enseñaban a calcular mentalmente, a introducirnos en los rudimentos de las ciencias, también de la historia, proporcionándonos un bagaje cultural sustentado en la memoria, facultad indispensable, según Pascal, de todas las operaciones del espíritu, lo que no afectaba al razonamiento, antes bien, lo consolidaba, con lo cual el alumno  estaba en condiciones de acceder, con evidentes garantías, a las etapas superiores de la enseñanza.

En Mª Estela Fernández Otero, profesora del colegio San Francisco de Paula durante tantos años, concurrían, junto a las virtudes antes enumeradas, su capacidad docente y su grado de compromiso (los profesores no faltaban a clase, salvo por causas absolutamente excepcionales), así como su amor a la profesión, algo que supo transmitir a sus alumnos con un afecto no exento de firmeza. Mapas y punteros, hoy vetustos, que mostraban la cotidianeidad del uso, eran los adminículos que hacían posible que los alumnos supieran situar en aquellos mapas mudos, que causarían terror en más de un titulado universitario de hoy, tal o cual accidente geográfico o capital medianamente importante.

Las llamadas ‘tecnologías avanzadas’, tan útiles en tantos aspectos, no han logrado, empero, superar el buen hacer ‘artesanal’ de aquellos excelentes y añorados maestros de antaño. Y, ciertamente, María Estela Fernández Otero se ha de contar entre ellos. Descanse en paz.