Miguel Fernández de los RonderosHace pocas semanas, la prensa local se hacía eco de la solicitud de la Delegación de Alumnos de la Facultad de Económicas ante el Decanato a fin de que éste sustituya, temporalmente, la obtención del B2 (nivel exigido para acceder  a la titulación universitaria) por el B1, argumentando que “la Universidad de Sevilla aún no facilita a sus alumnos los medios suficientes para obtener el B2 sin acudir a una academia, a la que no todos tienen acceso, ya que el Instituto de Idiomas no sólo no es plenamente accesible, sino que ofrece muy pocas horas lectivas que, además, se reducen cada año”.  El temor a no poder obtener el título de graduado por la imposibilidad de haber alcanzado dicho nivel de idiomas justifica la protesta -“sentada” incluida-, dado que la actual situación obliga a los estudiantes a asumir una sobreesfuerzo económico, por lo que creen que deben facilitarse los medios públicos para ello. Por otra parte, el hecho de que otras facultades aún no aplican la norma no hace sino reforzar la teoría de que, tras ¡doce años! de estudio obligatorio -la mayoría en centros estatales- no se ha alcanzado un nivel adecuado de comprensión y expresión proporcional al tiempo de aprendizaje, lo que viene a denunciar, una vez más, los pésimos ¿métodos? aún vigentes en nuestro sistema educativo, que urge reformar, pese a las algaradas de los ‘desertores de la tiza’ y demás agitadores profesionales, que huyen como del fuego de cualquier control por parte del Estado que pueda dejar al descubierto sus vergüenzas, esto es, una incapacidad manifiesta para lograr que alumnos universitarios adquieran la fluidez y el dominio exigibles en proporción, insisto, a tantos años de tiempo empleado, ¿o, mejor debería decir, perdido?.

En varias ocasiones, en esta sección, he denunciado lo que, sin eufemismos ni medias tintas, puede calificarse de fraude en la enseñanza de idiomas, en particular del inglés, “el latín de nuestro tiempo”, según el profesor Juan Gil, que “no se enseña bien ni en primaria, ni en secundaria ni en las universidades, pues se le trata como una lengua muerta” (profesores Nicholson y Vaughan). Entre otras cosas, no se suele hablar inglés en clase y las estructuras gramaticales se presentan como una serie de ecuaciones o fórmulas matemáticas que los alumnos deben memorizar para aplicarlas en un examen… escrito, tal es el caso de las pruebas de acceso a la Universidad, que conocieron tiempos mejores, cuando los alumnos tenían que superar una prueba oral que, con todos sus defectos, hacía tomar conciencia a profesores y alumnos de la necesidad de una preparación medianamente solvente.   Hoy,  somos muchos los que pensamos que este auténtico fraude debería conllevar la exigencia de responsabilidades a quienes, habiendo ejercido la tutela académica en forma de docencia durante tantos años, han permitido que jóvenes bien formados en otras ramas, vean frustradas sus expectativas profesionales por no  habérseles dotado de una habilidad práctica de la cual, por cierto, no carecen sus colegas de otros países de la UE.

Miguel Fernández de los Ronderos